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Don Jacinto vio pasar su vida frente a sus ojos, miles de amaneceres y atardeceres distintos y distantes se guardaban en su rostro. Pero, a pesar de las bellezas vistas y de todo lo que había tenido en vida, la angustia se fijaba en su mirada porque sabía que no podía hacer nada ante la llegada de la muerte.

A Don Jacinto, que siempre había vivido tranquilamente sólo le preocupaba alguien, su joven nieto… Hacía unos cuantos años que los padres del niño habían muerto a causa de unas fiebres, de esas que te dejan sin aire y sin habla. No hubo mucho tiempo de diferencia entre uno y otro padre, si acaso dos semanas.

El niño de doce años se fue con el abuelo y dejó la comodidad de la ciudad por la «tranquilidad» del campo.

Don Jacinto se lo llevó con él porque había que evitar que la vida del menor peligrara en lugares donde sabe Dios que harían con él, pues siendo tan joven hasta podía ser objeto de burlas, de abusos o de rentas para entretenimiento de fin de semana.

Don Jacinto se llevó a su nieto a su casa, y éste se tuvo que ver desterrado de la ciudad al campo, un lugar en el que si bien había internet no se tenía el ruido acostumbrado que suele callar al trinar de los pájaros – No sólo soy huérfano, además me toca vivir en pueblo quieto- pensaba el niño mientras lloraba su infortunio y apachurraba el corazón del anciano, que dejó de ser abuelo para ser tutor a cargo.

Lejos del bullicio, con la paz y tranquilidad que muchos adoran, el niño padecía lo que para muchos era un paraíso, lo único que lo tenía tranquilo era un aparatito desde el que podía enterarse de lo que hacían sus amigos, con los que podía conectarse con el bullicio que le servía para no pensar en su trágica vida, más trágica por aburrida según el mismo se veía.

Cansado y sin energías ya, el abuelo que se vio a sí mismo siendo padre de nuevo, trató de mantener a su nietecito contento, así que lo dejaba dormir hasta tarde y seguir conectado al aparatito al que denominaban teléfono, aunque ya en nada se parecía al aparato que Don Jacinto tenía en su salita y que servía sólo para acortar distancias, nunca para alargar conversaciones.

Más por el desarraigo con el que creció desde que nació, el muchacho se sentía desterrado y sin lugar en casa de su abuelo, y lo expresaba todo en cada instante que podía. Sacando cuentas, ya tenía casi un sexenio señalando que la vida había sido injusta con él y esa injusticia se la cobraba al cansado abuelo todo el tiempo.

Ahora, Don Jacinto se moría angustiado por ver que dejaba solo a un joven amargado que veía sólo lo que elegía ver en su teléfono, que no escuchaba a nadie y que se limitaba a renegar de sus recuerdos, a menos que estos le dieran una atención ficticia, pues con datos pagaba por ello.

Don Jacinto exhaló el último aliento, pero con todo y que estaba a su lado, su nieto no se percató de ello, al menos no durante un par de horas que el joven destinó para responder importantes mensajes de texto.

Cuando vio a Don Jacinto muerto, el muchacho hizo lo que se esperaría en un caso como estos: se tomó una selfie junto a lo que fue su abuelo y publicó lo mucho que lo extrañaría ahora que descansaba en el cielo.

La publicación fue un éxito, recibió likes, condolencias, reacciones y hasta se convirtió en una imagen viral, lo que ocasionó el agrado del nieto de Don Jacinto, quien se lamentó por no tener más éxito debido a que sólo le había quedado un abuelo.

Ahoya ya sin madre, ni padre, ni abuelo, el nieto de Don Jacinto debía vivir la gloria de su viral éxito.

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