“Se levantó mientras cenaba, se quitó el manto, se ató una toalla a la cintura y echó agua en un recipiente. Luego se puso a lavarles los pies a los discípulos y se los secaba con la toalla”
Jn 13, 4-5
El cenáculo poco a poco se fue llenando con personas de distintos rangos: unos eran sabios, porque tenían claro lo que se debía hacer y cómo, para que todo saliera perfecto; otros tenían reputación de pacientes, porque sabían ver el reloj y contemplaban con ligeros movimientos de pies, manos y boca el paso de los segundos, que se convirtieron en minutos; y otros más estaban ávidos de ser reconocidos como próximos al que sería el homenajeado de la noche, por lo que humildemente esperaban de rodillas, mientras mandaban a los demás que hicieran lo mismo.
Toda mesa estaba hermosa y sobriamente decorada, se celebraba a un ejemplo de humildad, paciencia, caridad y amor, de quien todos habían aprendido algo valioso.
En el salón, había carteles de colores y letreros que animaban a los asistentes, los hacían sentirse amados, purificados y dignos de ser atendidos, como Dios manda, ni más, ni menos.
Los adornos, eran de plástico brillante, y para no ser irresponsables, quienes los colocaron tuvieron la delicadeza de poner invitaciones para el cuidado del ambiente. “Evitemos generar basura”, “Cuidemos de la casa común”, “La Naturaleza es importante” decían los letreros colocados frente a los platos de unicel y los vasos desechables en los que se servirían los comensales.
Tampoco faltaron los letreros que invitaban a los asistentes a nutrirse más allá de lo corpóreo, la leyenda “Se savio”, se veía por todas partes y llenaba de gozo el corazón de los invitados a la mesa. Aunque también llegó la soberbia de quien vio el error y no la buena intención oculta tras los bellos adornos y las solemnes invitaciones a ser perfectos.
El ambiente era festivo y lleno de expectativas. Era la fiesta para mostrar, más que nunca, la disposición a la caridad y a la misericordia, lograda mediante la convivencia con el homenajeado. Sólo alguno que otro amargado indispuesto a amar se sentiría fuera de lugar en medio de tanta algarabía, así que había que mostrar el gozo, hasta en lo más aburrido y solemne de la fiesta, como escuchar la palabra del homenajeado y atender a sus ejemplos rebuscados pretendiendo que se entendía perfectamente lo que cada uno de ellos buscaba decir.
Pero, esa solemnidad no fue lo único que haría peligrar a la fiesta, como siempre no podía faltar el frijol en medio del blanco arroz de la fiesta. Esta vez fue El-Hambre, un enemigo del festejado que lo había atacado ya en cierta ocasión cuando era joven y poco conocido, pero astutamente no se fue sobre él sino que vio a los convidados.
Se llegó el tiempo, la comida no llegaba con la celeridad con la que tan insignes personas esperaban, El-Hambre consiguió que los más importantes entre todos los humildes asistentes se enojaron porque se sirvió primero a los que menos resaltaban.
Por su parte, los que no estaban acostumbrados a resaltar se marearon al tomar primero el salero y sintieron que merecían más que los demás porque recordaron que los últimos serían los primeros y pensaron que ellos eran los únicos que debían cenar, porque se les dio primero y tenían derecho a comer más.
Gracias a El-Hambre y sus persuasivos argumentos, los sabios, tacharon de ignorantes a los sirvientes, los sirvientes olvidaron que ellos nada debían cuestionar; los pacientes al ver transcurrir los minutos comenzaron a exigir y patalear, eso sí, jaloneando caritativamente a los otros, para exigir sin quedar mal.
Los más caritativos, aquellos que regalan su tiempo, se dieron cuenta de que no lo tenían y se fueron al ver que no se les reconocía con comida servida con la celeridad merecida, debían ser los primeros porque de pronto recordaron los muchos favores que el homenajeado les debía.
En la cena, hubo de todo gracias a El-Hambre: platos desechables que cuidan al ambiente, servidores imponiendo por ser voluntarios y amos indicando que merecían más de quienes se habían ofrecido a servir.
El-Hambre de pan se impuso en el ambiente piadoso propiciado por El-Hambre de reconocimiento. Y la fiesta que era para celebrar los dones de quien había hablado tanto sobre caridad y amor terminó entre los gritos famélicos de los sabios imponiéndose a los ignorantes y los ignaros defendiendo su “saviduría”.
Sólo resta decir, que el invitado de honor, el festejado del día, no alcanzó a cenar, pues se vio vencido por El-Hambre y decidió ayunar esa noche y al día siguiente, porque vio lo que nadie pudo ver y oyó lo que nadie más pudo escuchar.