Erase que se era, en un país muy muy cercano, un pequeño huerto, cuidado con esmero por un joven hortelano. En medio de un paraíso de flores y frutos varios, crecía y florecía en primavera un bellísimo manzano, que daba en cada temporada las manzanas más rojas y apetitosas que podía ver el caminante que pasaba por ahí.
Pero, disculpe el lector que me distrajera con lo del manzano, con sus frescas manzanas y hasta con las alegrías del hortelano, pues en cada flor se apreciaba el dulce aroma de su trabajo. La historia que hoy traigo a mi mente y a la de quien me lee, no es sobre manzano alguno, sobre el huerto, las flores o el hortelano, aunque en cierto modo presentes estuvieron en lo que pretendo contar.
Caminando un tramo más por la vereda de mi mente, ya lejos del manzano, de las flores y del huerto tan bien cuidado; puedo concentrar mi atención en un sitio que es más bien lo contrario, se trata de un lugar macabro, sombrío y parece que lejano a la luz del sol que sonrosaba a las flores del huerto que ya quedó lejos.
Cuentan los que saben que en este sitio, alejado del calor y la belleza vivía una anciana distinguida de las demás del pueblo por ser sumamente fea. A diferencia de las personas que habían envejecido con gracia, esta pobre anciana había envejecido rápido y sin conciencia de lo que en ella pasaba.
Un día se vio medianamente joven, según decía de sí misma ella estaba llena de gracia porque se sentía capaz de atraer las lascivas miradas de los hombres a los que afanosamente buscaba, cuando salían medio bebidos de la taberna más cercana, en donde se comerciaba con la sidra obtenida sólo con las mejores manzanas.
Al paso de los años, la pobre mujer se vio al espejo y casi sin reconocerse notó que tenía lonja y papada, ella decía que ahora parecía vaca, aunque en el fondo le tenía envidia a la mirada brillante de esas criaturas.
Pues veía a los cuadrúpedos descansando bajo el sol, sin nada que les preocupara, mientras que ella se pasaba las noches cabizbaja. Entre más bellos eran los ojos de las criaturas envidiadas, la envidiosa pronunciaba más sus ojeras y la amargada expresión en su cara.
Para colmo de males, a esta mujer, que ya no se sentía tan afortunada, le hablaron de una doncella que vivía cerca y que solía hacer las compras en la plaza.
Decían de ella que era amable, hermosa, culta y agraciada, además de joven y bella, y a diferencia de la envidiosa de la que todos se burlaban, la otra era por muchos respetada y hasta saludada con alegría.
La envidia es canija dicen, y la anciana de este relato lo vino a demostrar.
Ella tenía un espejo ennegrecido por el humo de una chimenea, la cual había ardido antaño tanto en invierno como en verano, porque nada calentaba el alma de esta mujer, y aunque ella se esmeraba por robar la mejor leña, nunca conseguía el calor que deseaba obtener.
Tras oír cómo hablaban sobre la muchacha del mercado, la anciana sintió que ésta era una amenaza para los negocios en los que se había ocupado durante tanto tiempo, con los bebedores de sidra.
La envidiosa mujer lo pensó porque la muchacha solía comprar con frecuencia siete manzanas rojas y al igual que todos esperaba con ansia las manzanas que daba el árbol cuidado por el joven hortelano, manzanas con las que se hacía la sidra y otros platillos más. Sí, ese mismo manzano, con el que me distraje al inicio del cuento.
Sin nada que le diera motivo y buscando lo que consideraba sus viejas glorias, la mujer del sitio macabro limpió el espejo y se vio. No vio ni su rostro, ni su cuerpo, se vio a sí misma y notó lo que había sido de ella con el paso del tiempo.
La anciana se enojó, culpó a un marido que tuvo cuando joven, y a los hijos que abandonó al nacer, culpó a los visitantes a los que recibía en las noches, culpó al sol, al invierno, al hortelano, a las manzanas y por último a la joven, por la que limpió el espejo y se vio.
Incapaz de perdonar tan terribles ofensas, la mujer de este relato decidió que si vivía en un sitio macabro era por culpa de todos y que debía vengarse con la marchante del mercado de la que escuchó hablar.
Así que a sabiendas de que iría a buscar manzanas para alimentar a sus hermanos, se fue donde el hortelano, trató de coquetearle para que él le negara los frutos a la muchacha y al no conseguir su propósito, optó por golpearlo en la cara y por poco le saca los ojos con sus negras y chuecas uñas mal cortadas.
Al dejar al hortelano medianamente herido, la mujer de este relato quiso apoderarse de los frutos del manzano, así que le ordenó al árbol que se los diera todos, toditos. Pero, como los árboles no hablan, obvio el vegetal no contestó, así que la malvada pretendió envenenar al árbol con la fuerza de sus uñas mal cortadas, pero no lo logró.
Sin embargo, con el movimiento, una fruta grande, roja y jugosa de una rama se desprendió le cayó a la anciana en la cabeza y un traumatismo en el craneo le ocasionó, la anciana envidiosa se probocó la muerte.
El hortelano se presentó como testigo y la joven del mercado se enteró por los chismes de que en la casa macabra había un intento de conjuro escrito con su nombre, pero al saberlo ella sólo levantó los hombros compró siete manzanas en el huerto y preparó el mejor pie de manzana que habían probado hasta entonces sus hermanos.
Si tú lector pensaste que al hablar de manzanos, espejos y envidias estaba a punto de contar otro relato, la culpa no es mía es más bien de la distracción que me ocasionó el jardín del manzano, las flores y las brillantes miradas que cruzan entre sí la muchacha del mercado y el joven hortelano.