La piedad

María entendía muy bien lo que es estar postrada, de niña perdió a sus padres. Le dijeron que ya eran muy ancianos cuando ella había nacido, por eso es que desde los tres años fue llevada al Templo para pasar ahí su infancia.

Entre rezos y oraciones entendió que hay cosas que no se pueden controlar, pero que no nos impiden ser felices, ella no podía controlar la vida y la muerte, por eso no podía ser responsable de que sus padres se hubieran ido mucho tiempo antes de que ella tuviera manera de guardarlos en su memoria.

Veía enfermos llenos de esperanza llegar al templo, algunos se aliviaban, otros no, así que entendió que la recuperación de la salud no dependía mucho de fuerzas humanas, no importaba si uno ofrecía grandes riquezas a veces el que se curaba era el que no tenía nada, a veces era al revés, ¿de qué dependía? eso ella no lo sabía, pero podía aceptar que no sabía.

Quien la cuidó le contó que su padre de llamó Joaquín y su madre se llamó Ana, eran unas personas maravillosas y amables, eran una pareja piadosa que tenía la capacidad para reconocer cuando algo no dependía de ellos, como el hecho de ser padres en edad más joven y no cuando ya eran viejos.

A la pequeña María le enseñaron que había cosas que no podía disponer, las reglas en el templo en el que vivía eran estrictas, pero eran necesarias para una buena convivencia y para que la comunidad supiera cuándo había que hacer cada cosa, la ley estaba para algo y no sólo para responder a caprichos humanos.

Sin orden no hay vida posible, y a veces parte de ese orden supone aceptar que no siempre se puede hacer lo que a uno le viene en gana, hay potencias más grandes que la voluntad humana.

Para entender la diferencia entre su voluntad y aquella, que por ser divina es más fuerte, María solía arrodillarse y pensar en su incapacidad para ordenar que hubiera vida o que llegaran las lluvias en la estación debida.

Ese orden ya estaba ahí desde mucho antes de que su madre o su padre se conocieran, antes de que ella misma viniera al mundo y antes de que ellos mismos fallecieran y ahí seguiría aunque sabía que una promesa pronto se cumpliría, no se imaginaba que eso ocurriría en ella.

¿Le dolía saberse tan impotente? No, más bien se liberaba de querer controlarlo todo y de querer que se impusiera su mirada sobre un mundo extenso y maravilloso. Mundo que tenía alegrías y tristezas, aunque éstas prometieran dolores tan grandes como los que suponen saber que una espada atravesaría su corazón.

Postrada, pensando en su relación con el mundo María consiguió lo que pocos consiguen, obedecer sin dolerse de hacerlo y a sabiendas de que es posible ser feliz en la obediencia que manda el que trae consigo la libertad respecto al fruto de la soberbia.

En este mundo ya no sabemos lo que es estar postrado, la vida nos lo muestra cuando tenemos que caer arrodillados, pero la caída sólo es para quienes se nutren de su pretensión, quien obedece libremente sabe lo que es estar postrado y entiende que no se trata sólo de estar enfermo o humillado.

Pero nosotros ya no sabemos lo que es eso, no por falta de vocabulario, sino por carencia de humildad.

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