…pero a estos no pudo salvarlos con todo su empeño.
Odisea, Canto I
Odiseo tenía deseos de regresar a Ítaca, los dioses en el Olimpo lo supieron, él añoraba la compañía de su esposa y quería ver crecer a su hijo, así como su noble padre lo vio crecer a él, y aunque tal vista no era posible, el anhelo de regresar a lo que era esperable y normal en la vida de los hombres era fuerte.
Pasaron más de veinte años para que él pudiera poner un pie en su terruño, durante ese tiempo los días pasaban con lentitud, y era extraño, pero parecía que cada vez eran más largos.
La nostalgia era tanta que las lágrimas del prudente caballero ya no brotaban de sus ojos, salían directo del corazón y a a cualquiera que lo lo hubiese visto le contagiaba el llanto.
Dejando en los mares al lloroso Odiseo, es fácil notar que bajo ciertas luces nosotros vivimos como él y sus compañeros.
Hace años que una extraña enfermedad nos arrojó de la tranquilidad del hogar a la espera de lo incierto. Las olas, una tras otra nos sumergen en dolor y desesperación, y mientras aguardamos para ver si la tormenta amaina o nos ahogamos luego, el deseo del regreso a casa se pinta angustioso como el de aquel divino caballero.
En medio de los mares tormentosos nos sentimos extraviados, entre olas que amenazan nuestras pequeñas embarcaciones desfallecemos ante la incertidumbre, entre llantos y tormentos nos alimentamos del recuerdo de lo que fue y no queremos decir que no será.
Si no mal recuerdo, de los marinos que hace más de dos mil años salieron de Ítaca para ir a Troya sólo uno regresó, y aunque parecía ileso en realidad estaba golpeado por el tiempo.
Las arenas de Ítaca recibieron sólo a uno, al prudente Odiseo, quien tuvo que cerrar sus oídos a los cantos de las sirenas, debió cerrar sus sentidos a los encantos que le prometía lo oculto y debió negarse el placer de cenar opíparamente y pagar tomando la forma de un cerdo.
El caro a Zeus, debió negarse al festín y a los cantos, a las reuniones y a muchos de sus humanos deseos, debió pagar con lágrimas los deseos que no eran propicios para el regreso de él y sus compañeros y debió ver cómo otros se perdían entre la embriaguez y el cuidado de los inmediatos deseos.
Ahora, arrojados entre estas olas, es bueno emular un tanto a Odiseo, aunque nosotros somos más vulnerables y no estamos asistidos por la diosa de ojos blancos, quizá por falta de oídos para entender lo que pudiera decir.
Tal vez tenemos los oídos lastimados por el maullar de gatos marrulleros, que se encargan de ahogar con sus ronroneos la vista del peligro. Pues a diferencia de los marineros de antaño, que se acompañaban por palomas para sondear el camino, a nosotros nos gusta mucho distraernos.
En lugar de ver en los mares o en los cielos los signos de estar cerca del hogar o de encontrarnos mucho más lejos, esperamos y en los remos nos dormimos para dejar que algunos nos lleven a un puerto a un despeñadero.
Nuestro afán por regresar es tanto que muchos se arrojan a las olas, desesperados por no soportar de las embarcaciones los encierros.
Queremos vivir, es cierto, pero queremos vivir como se vive en la seguridad de la tierra, con una normalidad que nos diga que no estamos perdidos, que no hay peligro, que podemos ver crecer a nuestros hijos, como nuestros padres a nosotros nos vieron.
Pero, en medio de esta tormenta y de este desesperante destierro, es bueno que recordemos que Odiseo se conformó con ver a su hijo vivo y siendo un hombre, aunque no pudo estar con él mientras el muchacho dejaba de serlo.
Ojalá que en algo podamos emular al prudente que sí regresó a Ítaca, y que no se dejó vencer por el ansia del regreso, que entendió que aunque volvía había pasado el tiempo y que no podía tratar a su hijo como el bebé que dejó antes de partir.