Persona escribiendo en una libreta

Escribo, casi sin quererlo. Resulta que me aconteció nacer en un lugar donde la escritura a veces es sagrada y otras veces es tan vacía que se puede ir a la basura sin que el escribiente lo piense dos veces.

Por alguna razón, quiero creer, aunque quizá sea más sin ella, nací y crecí en un mundo en el que hay símbolos que no sólo suenan, sino que se graban en la materia para que hagamos memoria de las ausencias.

Escribo, porque me enseñaron a escribir, o al menos a grabar con plumas, punzones, lápices o lo que sea, las arrugas que sobre una superficie deciden dejar mis ideas. Escribo lo que siento, lo que deseo y necesito o lo que a mi mente llega.

A veces, escribo que estoy triste, otras lo que necesito traer de una tienda, el caso es que siempre escribo como si de lo que grabo en la materia dependiera lo que soy, aunque no me dé cuenta.

Escribo y juego con las palabras y las letras, y en el ejercicio de escribir me enredo como un gato jugando con el hilo de mis ideas. Juego a jugar escribiendo y dejo que el ser se me vaya con lo que hago mediante el pensamiento.

Mi mano es instrumento para escribir y sentir que lo que escribo importa, aunque se trate de la leche que hará falta en mi casa y que ayudará a quitar el hambre de aquellos a los que quiero.

Quizá, lo que escribo sea un largo mensaje para anunciarle al otro que ha dejado de importarme y que no quiero que ronde más en mi pensamiento, porque al escribir busco dejar en algún lado lo que ya no quiero.

El caso es que escribo, y no por escribir me definiría como escritora, para atrapar milagros con las palabras me falta acceso a lo divino; y yo escribo todo el tiempo, casi sin darme cuenta, casi sin pensar en la magia que se esconde en el acto de escribir.

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