Fair is foul, and foul is fair:
Hover through the fog and filthy air
Shakespeare
Salvador, era un comerciante muy particular, aunque su vida no dejaba de ser como las demás vidas de quienes lo conocían, o se relacionaban con él: abría los ojos como todo el mundo; comía lo que podía, como todo el mundo, y se tapaba del frío o del calor extremos, como todo el mundo.
Lo que hacía especial a Salvador era otra cosa, pues en general, él era como todo el mundo. Desde antes de la salida del sol, hasta después de que se ocultara el disco brillante tras las montañas, se pasaba el tiempo en la plaza, sentado en un banquillo y frente a una mesa, ofreciendo a los marchantes su valiosa mercancía.
La plaza, en la que Salvador solía pasar su vida, era bulliciosa y colorida. Los sonidos del lugar, en su mayoría, estaban inarticulados y carecían de sentido. Sin embargo; a pesar de esa carencia, Salvador, les prestaba oído atento y jugaba a dar nombre a todo lo que llega hasta él, sentado tranquilamente en su banquillo.
Un día, Salvador, captó el canto de un mirlo y sintió la musicalidad de la naturaleza en el alma. En otra ocasión, lo que llegó a su oído fue el sonido de la voz de un comerciante de queso, y Salvador, sintió el goce que deja el sabor.
Día a día, llegaban al oído de Salvador, sonidos que hacían que algo vibrara en su alma, no importaba si se trataba del sonido de la lluvia, del viento en los sauces o de traviesas palabras, el atento escucha a todo nombraba, mientras en el mercado su vida pasaba con lentitud.
El oído le decía a Salvador que aquí había un niño travieso, y allá el llanto de unos padres atentos a lo que pasaba en el mercado; pues, los altos precios, la carestía y todo lo que a un padre preocupado por alimentar a su hijo duele se veía desde el banco del comerciante.
No piense el lector, por lo que hasta ahora llevamos, que Salvador era ciego; en realidad, era un hombre atento que se percataba de lo que pasaba a su al rededor, pues sabía que a su pequeño puesto en el mercado llegaban personas que no tenían grandes cosas en común, excepto quizá ser clientes de comerciantes como Salvador.
En una misma hora llegaban señoras y señores a ver lo que el comerciante ofrecía, en otro momento del día los que llegaban eran damas y caballeros emperifollados y atentos a la mercancía; después en la tarde acudían niños y niñas, todos curiosos por ver y quizá hasta comprar con Salvador.
En el trascurso del día, Salvador hacía tratos con muchas personas llenas de curiosidad por lo que había en su puesto, aunque no faltaban ocasiones en que los despistados sólo vieran una mesita vacía, el puesto era sencillo, pero la mercancía era de lo más valioso que hubiera en el mundo.
Algunas de las cosas que estaban sobre la mesa daban la apariencia de no valer nada, el uso las había desgastado, definitivamente ya no eran las mismas de antes; otras era novedad, no dejaban de ser llamaradas de petate, pero ahí estaban, junto con las demás; otras habían llegado para quedarse en el gusto de los clientes de Salvador, aunque no faltaban quienes acusaran a esos clientes por tener mal gusto.
En la mesita del comerciante, había novedades y antigüedades, unas rectas y otras torcidas, unas plenas y otras vacías, pero había cosas que a todo el mundo hacían falta y que sólo de un oído atento como el de Salvador podían emerger.
Salvador era un comerciante de palabras, algunas desgastadas, contaminadas y carentes de bien estaban en su mesa como: Solidaridad, Bienestar, Tolerancia, Igualdad, Fraternidad, y muchas que fueron surgiendo y se fueron gastando como ocurre con los ideales.
Otras palabras eran más inmediatas y causaban deleite, eran palabras que tocaban los sentidos después de llegar al alma, más que elevarla, se podría decir que la aterrizaban en el mundo al hacerla observar la belleza y colorido de éste, palabras como azul, verde, frío o caliente que nos dan idea de lo que siente el cuerpo y que sin él no podemos conocer.
Salvador era un comerciante de palabra, pues las palabras que él colocaba en su mesa estaban ahí dispuestas a ser empleadas por quienes estuvieran dispuestos a pagar por ellas con el alma.
Por eso, si algún día el lector se encuentra con un comerciante de palabras, tenga cuidado de lo que se lleva a casa, que el precio es alto. Así como hay palabras que alegran y salvan, también las hay que envenenan o matan, no sea que por querer el bien terminemos comprando la perdición de nuestras almas.