Bolsa de moda en pasarela

Almita era de personalidad sencilla, vivía en una casita pequeña, pero ordenada y confortable a las orillas de un barrio que estaba cerca de un cuerpo de agua fresca. Por las tardes Almita solía ver los reflejos de los últimos rayos del sol en las aguas calmadas, ella miraba al agua y se veía a sí misma hermosa y radiante.

Sin más preocupaciones que las de buscar su alimento, Almita pasaba su plácida vida concentrada en contemplarse y en prestar atención a lo que decían los vecinos sobre otros vecinos y sobre ella misma, que nunca dejaba de contemplarse en las aguas cercanas, a veces tranquilas, a veces turbias, pero siempre capaces de regresar su reflejo.

Todo iba bien, hasta que un día Almita se vio en la necesidad de cambiar su ritmo de vida, un día se vio rodeada de tres pequeñas criaturas, frágiles, pero hermosas en tanto que se le parecían a ella, al menos, eso es lo que pensaba la nueva mamá.

Una de las criaturas había heredado sus ojos, la otra su carácter y la más pequeña en tamaño tenía su tono de piel, de modo que Almita se veía reflejada en sus tres hijitas cada día, así que ahora además de verse en sus niñas también se buscaba en lo que el barrio decía de ellas.

Está por demás decir, que Almita comenzó a desocuparse de sí misma, en la medida en que sus pequeñas imágenes más pedían de ella. Sin embargo; aunque está de más, lo diremos: Almita se descuidó y se fue cansando más y más cada día, ahora debía procurar alimento para la familia y sus preocupaciones y deberes crecían junto con sus crías.

El cansancio fue tanto que el corazón de Almita se fue vaciando y sin atardeceres junto al agua y sin reflejos que la llenaran, no le quedó de otra más que prestar atención a las voces que sobre ella hablaban para ver si lograba encontrar de nuevo a la Marie que ella misma admiraba en esas voces.

-¡Ay Almita!- dirá el lector entendido de la vida y capaz de ver que entre las voces del barrio sólo hay maledicencia, porque éstas también son voces vacías y porque es más fácil hablar mal de otros que hacerlo de sí mismo. Pero sigamos viendo lo que pasó con Almita, con su esposo, que sí estaba aunque trabajaba todo el día y con las tres pequeñas imágenes de sí misma que ella veía en sus hijas.

Almita se volvió ciega por prestar oído atento a lo que había afuera de su casita, y esta ceguera le impidió ver cómo la veían las pequeñas que eran sus hijas, esas miradas silentes nada podían contra las lascivas miradas de los maldicientes que a costa de otros se entretenían. Pero bueno, Almita quería admiración y respeto de las voces en su cabeza, sin mirar a los ojos de quienes sí la veían.

Almita sintió de repente un nuevo apetito en su alma vacía, ahora quería elogios, reconocimiento y despertar envidia de los habitantes del barrio en el que vivía, por eso cuando miró lo primero que tenía al alcance sólo atinó a comparar su piel con la de una de sus hijas. Al ver y compararse la protagonista de esta historia lloró, porque sólo pudo sentir envidia.

Después al ver el carácter de la otra, la pequeña que tanto se le parecía, Almita sintió impotencia ante su incapacidad para cambiarla y tener de su lado a la admiración que creía merecer y que tenía otro, uno que sí la cuidaba porque no era ciego, aunque sí sordo a lo que en el barrio se decía.

No conforme con la impotencia y la envidia, Almita se vio en los ojos de su tercera hija y lo que encontró le fue tan odioso que no soportó más y se fue de su casa, enojada, frustrada, vacía y con el alma casi muerta, porque en el fondo sólo atinaba a maldecir a su familia.

Estando afuera, en el corazón del barrio en el que Almita vivía, ella se encontró con otras que al igual que ella tenían la piel dura, el carácter debil y el alma hambrienta de reconocimiento. Así que juntas decidieron fundar Órexis, una sociedad que tenía como objetivo castigar a todos los que no satisfacían las expectativas de lo que consideraban justo.

Si somos justos con Órexis, tenemos que reconocer que la sociedad a veces ayudó a enderezar entuertos, pero la mayor parte del tiempo lo hacía más por recibir reconocimiento y aplauso del barrio que por justicia.

El reconocimiento que recibieron Órexis y Marie fue tan efímero que los miembros de esa sociedad decidieron que hacía falta buscar a más miembros que ayudaran y que admiraran a las iniciadoras de tan noble movimiento, así que Marie fue inmediatamente por sus hijas.

Más a fuerza que de ganas, las pequeñas que ya comenzaban a sentir el alma vacía, subieron al trasporte que la ya avejentada Almita les ofrecía para llevarlas a Órexis y que vieran lo que ahí hacía y sintieran admiración por ella y la Sociedad.

Si las pequeñas iban inquietas jugando o no en el trasporte, nos es vedado saberlo, porque nuestra atención debe ir hacia afuera, ya que esta historia es de superficialidades.

Quedémonos afuera pues, y veamos cómo ante la maledicencia del barrio Almita sucumbió y al tratar de gritar para que el juicio sobre ella fuera otro se tragó a las tres pequeñas cocodrilitas que en su boca llevaba.

Marie lloró lágrimas de cocodrilo, para que el barrio al menos esta vez hablara bien de ella, pero por llorar no vio al cazador que estaba cerca y que tras la muerte de Marie le quitaría de encima su piel seca.

Cabe resaltar que Almita sí recibió admiración, pues por fin se vio en una pasarela, llevaba una enorme insignia perteneciente a una marca famosa de ropa, Cocó era su nombre ahora, y era accesorio de una mujer que al igual que ella había perdido el alma.

Tras quedarse ciega a la vista de su familia, pero siempre atenta a las voces maldicientes de un barrio que se complace en la crítica y las apariencias, la mujer orgullosa portaba los restos de Almita sin saber que en su bolsa también iba grabado su destino.

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