El silencio es un lujo al que difícilmente logramos acceder, el ruido se ha convertido en el eterno compañero de nuestras andanzas, alegrías, dolores y reflexiones.
A donde sea que dirigimos nuestra atención, el ruido se encuentra presente, a veces proviene del vecino y de su gusto por lo estridente, a veces somos nosotros los que buscamos a ese compañero que viene con el sonido.
El silencio cada vez va perdiendo espacio en nuestras vidas, en la medida en que vamos haciendo del ruido un compañero que siempre está ahí presente, llamando la atención de un sentido que jamás se cierra al mundo, el oído, evitando que nos encerremos en nosotros mismos y que veamos lo que hay ahí.
El oído es ese extraño sentido al que debemos educar, especialmente si queremos que la atención sólo se vaya a lo que debe y no a todo lo que posee la posibilidad de generar sonido.
El oído es increíble, ya que recibe las palabras más dulces y las groserías más grandes con igualdad hasta que distingue lo que está recibiendo y se conecta con el corazón o con el estómago, dependiendo de si lo que llegó es impresionante o hace volar mariposas.
La democracia de los oídos es enorme, quizá por eso los buenos reyes escuchan y casi no hablan. A nuestras orejas lo mismo les da recibir halagos, palabrotas, instrucciones o notas musicales, la que hace las distinciones entre lo que llega a las orejas es el alma, pero el alma trabaja en silencio y de manera casi imperceptible para quien no presta atención.
Del trabajo silencioso del alma depende que sintamos alegría o rechazo por lo que escuchamos, por eso resulta terrible que el silencio poco a poco se vaya anulando, hasta perderse como un recuerdo lejano.
En el silencio nos encontramos con nosotros mismos y tal vez lo que vemos nos resulte tan desagradable que por eso le quitamos terreno a toda costa.
Antes tener música era un lujo propio de reyes y de cortes, de fiestas y encuentros, ahora lo que fue música se convirtió en un instrumento para callar a la voz que nos dice lo que somos en el silencio, basta con ver que en las fiestas la música se pone para que la comunicación se dé a gritos y se vea interrumpida lo más posible.
Difícilmente escuchamos música, porque no prestamos atención a los sonidos, lo que hacemos es poner ruido para que las conversaciones callen y para que la voz que nos muestra cual espejo lo que somos se hunda en el mar de los olvidos.
El silencio es un artículo de lujo, porque requiere valentía, sólo en silencio aparecen nuestros monstruos y los ángeles que nos dan su guía, sólo en silencio vemos y pensamos con cuidado lo que hemos vivido en el día.
Necesitamos reaprender a escuchar, y dejar que el alma silente pueda distinguir mejor lo que las democráticas orejas reciben, ya que todo se escucha y mucho se dice, pero poco es lo que se piensa cuando el animal musical que es el hombre deja de lado lo musical para atender, simple y llanamente a los ruidos de la naturaleza.